Capítulo 3º

Aquel buen hombre, de ojos desconcentrados y sin apenas parpadear, con oficio conocido de enterrador, no frecuentaba las tiendas ni subía a “La Cochona”. Caminaba por el borde del camino Real, casi pisando la cuneta; nadie tenia idea a donde iba o de dónde venía.

La mayoría de las veces andaba solitario, sin ninguna prisa, con zancada corta y mirando al suelo. Cuando lo hacía con Nica siempre iba delante, envuelto en un hermetismo circunspecto.

Era difícil saber si quería pasar desapercibido o no quería molestar, o tal vez las dos cosas juntas se fundían en una actitud de vida, creando una discrecionalidad inimitable.

Pero si hay algo que a Cilio le hacía singularmente grande era su amor por los animales, en general, y por los gatos en particular. En la casa de Cilio no había gato encerrado, toda la fauna felina estaba concentrada encima de la pared que separaba la calleja de su casa. Allí se pasaban todo el día en libertad, sin más preocupación que echar el alto a algún ratón despistado que osara pasar por ese territorio. Al llegar la noche todos los “michines” saltaban del muro; Nica o Cilio les abrían la puerta del hogar para que pasaran dentro compartiendo el poco alojamiento que tenía el matrimonio. Había “michos” de todos los colores y tamaños, despiertos y dormidos, ronroneando, maullando, saltando, sacando brillo a un hueso, o peleándose por alguna espina........

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